La vorágine de la vida diaria a veces nos pone en encrucijadas en las cuales quedamos atrapados, inmersos en las infinitas posibilidades, abiertos a caminos sinuosos que tenemos que transitar para llegar a la planicie.
El camino sinuoso, de todas formas, tiene su encanto: ir saltando los pozos, los charcos, esquivando las ramas que se nos interponen para juntar fuerzas y enfrentar los obstáculos que vengan.
Pero sin dudas, la llanura libre, eterna, plana y carente de complicaciones en el camino, nos devuelve la paz irrefutable que nos garantiza la única palabra mágica que tiene valor en el mundo actual: la libertad.
Y en ese camino sinuoso, en general, nos acompañan almas que van y vuelven, que vuelan y transitan de la mano, que llegan, que se van o que simplemente están parados en la vereda opuesta para mostrarnos por dónde no nos conviene ir.
En ese camino atareado es donde aprendemos más sobre nosotros mismos, sobre nuestras debilidades y nuestras fortalezas. En él nos preguntámos hasta dónde podremos y hasta nos llegamos a responder esa inquietante duda. ¿Podré o quedarás solo en el intento?
“Se hace camino al andar” dicen los grandes. Y cuánto saben de eso: quedarnos quieto inmoviliza hasta las más ínfima posibilidad de cambio. Pero en la vida, lo único permanente es el cambio. Si nos atrevemos a soñar, si nos animamos a cruzar las barreras, muchas veces por encima y otras por debajo, con o sin miedo, vamos a encontrar, del otro lado, un paisaje tal vez desconocido pero que nos va a proporcionar una experiencia infinita, rica e imborrable.
Los sueños no son solo sueños: son lucha constante, son motivación, son hábitos, son traspiés, son aplausos y despedidas, son alegrías y un poco de fantasía, son pérdidas y fracasos, encuentros y desencuentros, pero tienen la certeza de que si lo deseamos con el corazón, si lo soñamos con el alma y le ponemos toda nuestra energía, alguna vez y en algún lugar, tiempo y espacio de este enorme Universo, se cumplen.